por Ignacio de Villafañe
Abordar el problema de la libertad en una nota de apenas mil palabras es casi un acto suicida, en parte por la enormidad del riesgo de no alcanzar a cerrar siquiera la introducción y en parte porque la expresa necesidad de obviar las definiciones a causa de la brevedad que exige el texto dificulta de por sí un análisis profundo de cualquiera sea el tema que se trate. Sin embargo, en tiempos donde la globalización cultural, la esclavización a manos del Gran Imperio, la obligatoriedad de lo diverso, la identificación como obediencia debida, la deconstrucción del lenguaje y la imposición de los relatos (y sus respectivos metarrelatos) están en boca de casi cualquier fulano o mengana con ínfulas de Perón nuevo se vuelve menesteroso replantear el gran problema del Hombre - que es el de la libertad - sea del modo que sea para pensarlo como cuestión nuclear de lo que va a ocurrir: en tiempos así, ¿qué queda para la libertad?
Tenga lugar una aclaración preliminar: la pregunta ¿qué queda para la libertad? habrá de ser solamente válida en el caso en que todo lo antedicho (la globalización cultural, la esclavización..., etc.) sea efectivamente real. Dicho de otro modo: suponiendo verdadero el paradiscurso oficial, donde se plantea el conflicto entre una enorme maquinaria megacorporativa-multiuniversal, regidora de la razón del hombre, y una única opción como solución posible, "liberadora" - entre comillas gigantes -, nacional y popular que es alzarse como pueblo hecho masa y uno frente a los mayores villanos que el mundo haya podido ver: el otro; suponiendo eso cierto entonces si podría afirmarse que la libertad quedaría sesgada.
El cristinismo sostiene, cada día con más énfasis, la tesis de la patria grande. Supersticiones. Argumenta, como antes argumentaron otros peronistas de espíritu nacionalista, que sólo con verdadera conciencia argentina y, mejor aún, latinoamericana conseguiremos, finalmente, ver crecer a la República. Soluciones locales a los problemas locales. Aquellos que se creen los dueños del planeta pueden osar ponérsenos en contra pero nosotros, si nos unimos, le mostraremos quién manda y entonces habrá justicia. Aquellos son y fueron nuestros enemigos desde siempre, son el egocentrismo y la deshonestidad de la corona inglesa, y la prepotencia pedante de Estados Unidos de América, son la contracara del mismísimo humanismo y por eso nosotros debemos imitarlos, porque no hay mejor cura frente a un nacionalismo desmedido que otra enorme dosis de nacionalismo. Este gobierno es, por su parte, la institución idónea para llevar a cabo tamaña empresa, porque es también la expresión directa y natural del pueblo - el pueblo-masa, el pueblo-uno - que levanta la voz en este nuevo siglo para decir ¡basta! y reclamar lo que siempre le fue suyo y jamás le permitieron.
El nacionalismo proscribe la conciencia individual y la permuta por la colectiva. La libertad del hombre es sustituida por la libertad del pueblo con la particularidad - quizás en términos políticos sea más una ventaja - de que el pueblo es incapaz de razonar. El pueblo no tiene razón sino expresión de deseo; el ser-individuo razona pero el ser-colectivo no puede más que abogar por una conclusión común que habrá de proyectarse luego mediante el voto popular. En términos cristinistas, es el voto popular el que elige cuál debe ser la cabeza pensante de todo el ser-colectivo. La cabeza piensa, razona, decide y luego el pueblo aprueba o desaprueba, acorde a sus deseos, el razonamiento ya hecho. La libertad del pueblo, en contraposición a la del hombre, es una libertad sujeta; mientras la libertad del hombre consiste en la elección de la posibilidad, la libertad del pueblo se remite a la mera posibilidad de la elección.
Al otro lado del pueblo están los otros. Los otros carecen de identidad; son lo que no es, porque son el no-pueblo y están determinados en un sentido absoluto. Sobre los otros cae la presión de las multinacionales y las corporaciones. Los grupos económicos definen sus necesidades y gustos y los medios masivos de comunicación se encargan de establecer la sintaxis monocorde de sus ideas. Cuando actúan carecen de humanidad, lo hacen como consecuencia de una serie combinada de patrones egoístas e individualistas tendientes a un único objetivo: la imposición de ellos mismos por sobre los demás. En los otros la libertad está latente pero es sólo potencial. Los otros son víctimas y esclavos de las grandes mentes mundiales que sostienen los hilos del destino y los mueven acorde a sus intereses. Pero aún: siquiera esos grupos económicos y medios de comunicación, siquiera las grandes mentes disfrutan de la libertad porque en realidad están todos sujetos, incluso ellos mismos, al dictamen de sus propios intereses.
El problema de la libertad en el discurso oficial radica en la subvaloración que se hace de esta. Para el cristinismo el papel de la libertad en el plano de lo social es relativamente menor. La felicidad del hombre es vista como el resultado material de una suma de factores individuales - progreso, seguridad, igualdad frente al otro, justicia social, estima, reconocimiento, poder, etc. - y no como un estado de plenitud del ser. La libertad es prescindible en tanto el hombre-pueblo disponga de todo lo que siendo libre desearía disponer. La libertad, en pocas palabras, para el cristinismo podría no existir. La lucha contra la opresión debe ganarse por el sólo hecho de que como argentinos no fuimos concebidos para ser oprimidos, y que ya pasados doscientos años es tiempo de que mostremos nuestra superioridad. Esta última oración tiene carácter dogmático: nunca cuestionamos por qué somos lo que somos pero tenemos bien en claro lo que debemos ser. La conciencia del deber, por otro lado, no es casualidad en un movimiento signado por la organización vertical, la inspiración militar - recordar a Montoneros, al General Perón, al Comandante Chávez, los Soldados del Pingüino y a la Jefa - y el culto al combate y la lucha. Un ejército, continuando con el paralelismo, lucha (al menos en teoría) por la libertad pero alcanzada esta su existencia se vuelve innecesaria; cada soldado se somete al deber y renuncia a su condición de libre y se aglomera en el ser-colectivo que es el ejército - comprendido por el mayor ser-colectivo que es la patria - para desarmarse luego de logrado su objetivo. La diferencia entre un ejército y el cristinismo está en que el primero siempre es pensado como medida provisoria - la misma historia ya se encargó de mostrarnos los peligros de que así no fuera - mientras al último se lo concibe como a un proyecto hacia el futuro, de tipo trascendental.
Queda, a modo de conclusión, la pregunta inicial abierta a la libre interpretación. En tiempos donde lo ya dicho, donde las palabras transmutan su propio nombre y la prioridad es la urgencia del deber: ¿qué queda para la libertad?
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