por Ignacio de Villafañe
Las manifestaciones del Jueves fueron el
producto del descontento. Si todas las consignas llevaban un «No» - si todos
salieron a las calles para decir «No»: «no a la corrupción», «no a la
prohibición», «no a la totalitarización», «no al etcétera» - se
debió, precisamente, a la naturaleza negativa propia del descontento. Porque el
descontento es el producto de la falta de algo. En particular, el descontento
del Jueves fue el producto de la falta de atención. No fueron ni la restricción
a la compra de dólares - que un sentido más profundo, y jamás sugerido
por el seisieteochismo, es una restricción al
decimocuarto artículo de nuestra Constitución Nacional -, ni las políticas
subsidiarias mal implementadas, ni la impunidad de la alta clase santacruceña,
ni la banalización del verbo «democratizar» los motivos de las marchas. Es
decir: fueron, pero como motivos secundarios, como signos mediante los cuales
quienes se manifestaron expresaron su querer manifestar primario.
Ese querer manifestar no
era (es) otra cosa sino una necesidad: la necesidad de ser reconocidos, de ser
alguien, de poder manifestar. Las marchas fueron la reacción
de un pueblo que sentía la prohibición implícita - en el discurso oficial - de
su derecho a marchar; fueron la respuesta práctica a un Gobierno que atribuye
el poder de la verdad sólo a las grandes masas, que afirma que las calles son
del pueblo y que sólo el pueblo va a las calles: lo demás es cipayada.
Por eso las multitudes descontentas golpearon las cacerolas fuera de sus casas.
Lo hicieron para mostrar que también eran (son) pueblo. «Ni cincuenta y cuatro
ni cuarenta y seis: Argentina al cien por cien», eso fue (es) lo que dijeron
(dicen). Es un error, por ende, pensar que los reclamos estuvieron vacíos de
contenido. Eso es no saber interpretar a las masas – y, valga la aclaración: no
saber interpretar a las masas es no saber ser peronista.
El discurso hegemónico
El pseudo-periodismo faldero de Página12, mientras tanto, intenta manipular la interpretación de lo ocurrido. Horacio González, flamante sociólogo gagá y Director de la Biblioteca Nacional, expuso en una columna de ocho largos párrafos su refutación a la idea de que las multitudes representan a los pueblos. Por años siempre se reivindicó a Perón por la legitimidad que le dieron las masas en las calles. Luego el justicialismo adoptó esta concepción de democracia y desde Menem hasta Kirchner y Fernández - desde el Turco hasta el Tuerto y la Vieja - el pejota siempre gastó fortunas para trasladar a su masa no-trabajadora, a sus militantes rentados mediante trabajos de cuarta en los municipios, a sus barriadas dominadas por punteros corruptos hasta Plaza de Mayo sólo para demostrar que con ellos siempre estuvo el pueblo. Pero hoy, que el pueblo ignorado se despierta, que autodeterminado sale a las avenidas para reclamar su identidad, esa lógica de la fuerza de los números comienza a ser revisada
Bienvenido sea el revisionismo. Es
cierto. Pero llama la atención el oportunismo con que nace.
Como contrapartida surge un planteo
sociológico que Horacio González casualmente no hizo. A Clarín siempre se le
atribuyó el gran poder de manipulación de la opinión pública, de imposición su
propio lenguaje por sobre y entre la sociedad. Esta afirmación no es del todo
falsa salvo porque siempre se acusó a Clarín - y al grupo de medios manejado
por Héctor Magnetto - de ser los detentores exclusivos de ese poder. El Jueves
se demostró por tercera vez que tal exclusividad no era cuando la sociedad
debió ajustar su comportamiento al lenguaje del otro gran ente dominante: el
Gobierno. El Gobierno redefinió a fuerza de repeticiones el concepto de pueblo.
Lo hizo a través de sus grandes cadenas y sus penetraciones constantes, por
medio de la propaganda, en las cabezas de la gente. Lo hizo imponiendo su
visión particular del mundo a la pluralidad argentina. Lo hizo aplacando la
diversidad. «Pueblo es aquél que toma las calles». «Las calles son del pueblo».
«El pueblo está en las calles». Por eso cuando millones de argentinos
salieron a protestar en contra del Gobierno, la respuesta oficial no pudo ser
más que un titubeo unánime. «Ellos no son pueblo, son caceroludos».
«Ellos no son pueblo porque son la derecha».
«Ellos no son nada». Después el titubeo.
Algo a tener en cuenta: las marchas del
#18A - y las del #8N y las del #13S - surgieron no en la comodidad televisable del
Estadio de Vélez Sarsfield, o en la sola cuadratura de Plaza de Mayo,
sino de Norte a Sur, desde la Quiaca al Fin del Mundo y de los Andes al
Atlántico, por toda la superficie Argentina. Pretender reducir su magnitud
hablando de dispersión y declive en la convocatoria es una imbecilidad. Quien
no entienda la diferencia entre hablar de millares y millonadas no debería
tener voz autorizada para opinar sobre matemática. Por eso mismo el Gobierno
busca apañar el trending topic con mentiras y silencio: porque
las marchas fueron, como expresión popular, muchísimo más legítimas que
cualquier choripaneada conocida entre militantes de Unidos y Organizados, y eso
es algo que cuesta reconocer.
Partidizar
hasta las macetas
También argumentan falazmente quienes
dicen que las marchas carecen de importancia porque no hubo partido político
que las represente ¡Cómo si para todo tuviera que levantarse una ONG que
personifique a las ideas! La lógica perversa de los partidos es una lógica de
la que el justicialismo hace años viene sacando provecho. Por eso no es
casualidad que ahora reclame su aplicación hasta por sobre las manifestaciones
populares. Como tampoco es casualidad, dicho sea de paso, que ahora pretenda
también ajustar a la misma al Poder Judicial. Que todo un pueblo también se
alce en contra de esa manera retrógrada de hacer política es más que razonable.
En resumen: las
marchas demostraron que hay mucho pueblo suelto sin ser considerado como tal, y
que esa contradicción lo está irritando. No es odio – no toda irritación es
odio – ni tampoco amor – no todo debe reducirse la simpleza maniquea de creer
que lo que no es odio es amor -. Es irritación como reacción ante una molestia.
Es reacción como comezón. Es comezón como prurito. Y es prurito como lo que
literalmente es: un deseo persistente y excesivo de hacer algo de la mejor
manera posible. El costo político de no atender a estos síntomas se paga muy
caro.